Here Comes the Sun

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Hay una privación de los colores que puede ser tan perjudicial como la de ciertas vitaminas. Notas la ausencia de los colores cuando llevas mucho tiempo privado de ellos, como en este invierno tan largo que sigue sin acabarse del todo, que ya nos abate sin dificultad con sus últimas boqueadas, estando tan exhaustos de él: el viento caprichoso, los días de diluvio, el salto de la templanza al frío. Llevamos varios meses sin ver casi ningún color vivo en la naturaleza: ni siquiera casi verdes, porque en estas latitudes los árboles son sobre todo de hoja caduca, y si ofrecen en el otoño el espectáculo arrebatador de rojos, ocres, amarillos, púrpuras,  luego nos someten a una ración de grises y de marrones, muy parecidos a los de la tierra.

La irrupción del amarillo, en cuanto ha subido algo la temperatura, casi lo marea a uno, como cuando bebe un vaso de vino o una cerveza en ayunas. El amarillo de los narcisos recién brotados, el de los arbustos de retama, el de las copas de los sauces que se vuelven de un amarillo claro antes de que salgan las hojas. Todavía no ha llegado el de los dientes de león, ni el blanco de los almendros, ni el rosa de los cerezos florecidos. Pero algo es algo. Washington Square se ha llenado de gente con un poco de sol. Había hasta unos saltinbanquis, y un batería y un saxo alto que hacían solos parecidos a los del último disco de John Coltrane, Interstellar Space, un duelo o una conversación alucinantes entre el saxo de Coltrane y la batería de Rashied Ali.

El brillo recobrado del color le trae a uno músicas que lo reviven con la misma fuerza inmediata. Al salir de  clase las fachadas de los edificios estaban todavía llenas de sol. Habrá que estar atento a los colores que estallen mañana.